No nos metemos habitualmente en el ámbito de competencias. Con más frecuencia se construyen naves logísticas, y este hecho me ha provocado una reflexión sobre el diseño de naves industriales. En vista de su gran escala y su presencia en el paisaje es interesante pensar sobre su diseño, y posteriormente comentaremos unas breves notas sobre su construcción.
Cuando hablamos de naves industriales en España conviene empezar por una aclaración que no siempre gusta a los arquitectos, pero que es necesaria para situar bien el tema: desde la entrada en vigor de la Ley de Ordenación de la Edificación (LOE, 38/1999), este tipo de construcciones se clasifican dentro del llamado Grupo b, es decir, aquellas edificaciones destinadas a usos industriales, agropecuarios, energéticos, de transporte, telecomunicaciones y un largo etcétera, y que en consecuencia pueden ser proyectadas y dirigidas por ingenieros con atribuciones en la materia, lo que en la práctica significa que el ingeniero industrial es quien asume con mayor frecuencia la responsabilidad técnica de estos proyectos, especialmente cuando lo determinante es la maquinaria, los procesos productivos o el cálculo de instalaciones complejas.
Ahora bien, esa realidad competencial no implica, ni mucho menos, que el arquitecto quede excluido de este campo; de hecho, hay dos matices fundamentales que conviene destacar y que si tienen que ver con la construcción de naves industriales. El primero es que, cuando la nave incorpora usos vinculados a las personas (piénsese en oficinas de carácter administrativo, en salas de exposición abiertas al público, en zonas de vestuarios, comedores o incluso espacios de formación y representación), esa parte del proyecto sí entra de lleno en el terreno competencial del arquitecto, que por ley es el único habilitado para proyectar edificaciones administrativas, culturales o docentes.

El segundo matiz, más interesante aún desde un punto de vista estratégico, es que el promotor que decide contar con un arquitecto desde la fase inicial no busca únicamente cumplir con la norma, sino que pretende que su nave deje de ser un simple contenedor de procesos para convertirse en un espacio representativo, eficiente, sostenible y agradable para quienes lo habitan y trabajan en él.
Y es que la aportación del arquitecto va mucho más allá del dibujo de unas fachadas bonitas: se trata de una mirada global sobre el espacio que integra la funcionalidad de la nave con la comodidad de los usuarios, la imagen corporativa de la empresa, la calidad ambiental y el impacto que ese enorme volumen tendrá en su entorno inmediato. El arquitecto está acostumbrado a trabajar con escalas y relaciones espaciales complejas, a ordenar flujos de circulación de personas y mercancías, a diseñar entornos flexibles que puedan adaptarse a futuros cambios productivos, y a hacerlo además con un lenguaje arquitectónico que transmite identidad y valor de marca.

Al final, si el ingeniero asegura que la maquinaria funciona, que las instalaciones responden y que la normativa se cumple, el arquitecto garantiza que todo ello se dé en un espacio con calidad: con luz natural que favorezca el bienestar de los trabajadores, con envolventes que reduzcan consumos energéticos, con recorridos claros y accesibles, con zonas de descanso y oficinas que no sean un mero añadido sino una parte integrada de la nave. Y esa diferencia es la que explica por qué muchas empresas de referencia, cuando levantan sus sedes logísticas o sus centros de producción, optan por equipos mixtos en los que ingenieros y arquitectos trabajan codo con codo, porque saben que el resultado no será solo un edificio funcional, sino un espacio que proyecta al exterior los valores de la compañía.